martes, 14 de abril de 2015

LAS REINAS
DEL AMOR
Hace el calor de mediodía; un calor sofocante, acompañado de una brisa caliente que quema la cara y el cuello; las gotas de sudor ruedan por la frente como si fuera una llovizna. La gente camina despacio, como  queriendo desaparecer en las sombras de los árboles y palmeras que bordean las aceras.
Sogamoso está ubicado en la cordillera oriental de los Andes colombianos. Su clima es una eterna primavera, pero hoy se siente el calor del verano seco, sin lluvia; es cambio de clima. Sus avenidas están bordeadas de palmeras datileras. Por ser una ciudad que todos los días crece un poquito, llega gente  de todo el país y de las  provincias vecinas.
Por los años de 1950 todos se conocían y estaban emparentados; “pariente” se decían y era común visitarse cuando se enfermaban, cuando se casaban, cuando nacía un niño, cuando bautizaban un niño, cuando cumplían años, cuando se morían.  Ser padrino de matrimonio o de bautizo de un niño era un honor, entonces se llamaban compadres y comadres. Era un pueblo tranquilo, sin afanes; todos se ayudaban, se prestaban desde  un gajo de cebolla hasta  dinero que  siempre  pagaban.
 En las noches organizaban reuniones familiares con una cena que  parecía un banquete. Los sábados se reunían a escuchar música de cuerda: bambucos, guabinas, torbellinos, y pasillos; las coplas, adivinanzas y dichos campesinos estaban en la boca.
                                    “Esto me dijo una vez
                                      El compadre don Facundo
                                      Los hombres y las mujeres
                                      Son la gente pior del mundo.”
Acompañaban estos encuentros con aguardiente o coñac. Las señoritas escuchaban atentamente y las miradas furtivas se cruzaban con la de los muchachos que vestían saco azul de paño, camisa blanca de seda y brillante el calzado.
El domingo era el día alegre, nadie trabajaba, se levantaban tarde, y organizaban paseos a diferentes lugares. Iban al río Monquirá a baño, a Puente Reyes, a visitar los pueblos pintados de blanco de alta montaña, a romerías a diferentes santuarios de vírgenes y santos. El domingo también era  día de asistir a misa; las señoras iban acompañadas por la empleada que trabajaba en la casa en oficios domésticos quien le llevaba el catrecito o asiento pequeño para sentarse cuando el cura lo indicara. La iglesia se llena de gente, todos elegantes, los hombres con el sombrero en la mano se ubicaban en  la nave izquierda y las damas al lado derecho con el rebozo en la cabeza. Se ven lindísimos rebozos; las señoras miran al de la vecina cuando es mejor que el de ella, sienten envidia. Cuando termina la  misa, el atrio de la iglesia se  colma de hombres que se paran a ver salir a las mujeres. El saludo  es efusivo, y a veces una mirada dice más que mil palabras. Las señoritas caminan rápido para la casa. Se forman grupos familiares que caminan despacio  y se dirigen al hogar. Es la hora del desayuno. Para comulgar deben asistir a la misa en ayunas  y haberse confesado el día anterior.
Los hombres casados llevan de brazo a la señora. Las viudas se visten de negro y las solteras lucen sus faldas plisadas de color gris. Los niños usan pantalones cortos y los jóvenes pantalones largos de bota ancha.
Las mujeres se casan a los quince años y algunas realizan el matrimonio a escondidas. Los hombres deben ser solventes para mantener a la mujer.
El caso que nos trae tuvo su origen en esta época, cuando Sogamoso era  ganadero y comerciante. Los llanos eran el lugar preferido para el trabajo de la ganadería, y para las vacaciones de todos; la sociedad se dividía entre ricos y pobres. La herencia de la tierra era la ilusión de aquellos  que quedaban vivos. Las fincas y casas se dividían entre los herederos.
 En el matrimonio de la familia Barrera Chaparro solo había una hija quien al morir los padres quedó  dueña de diez casas, tres fincas en el llano, dos inmensos lotes en el pueblo y unas cuantas miles de reses. Era una mujer rica y ella no lo sabía. Tenía quince años, era bajita, menuda decían, de pelo negro y largo hasta la cintura, ojos negros y unas manos delicadas. Ahora es la única heredera de esa inmensa fortuna. La acompaña, vaya para donde vaya, un baulito de madera forrado en lámina con estampados de flores de colores y una  llave  que cuelga en la cadena de oro que luce en el  cuello. Nadie sabe que en ese baúl están todas las escrituras de los diferentes bienes raíces.
A misa la acompañan dos empleadas serias, la una lleva el asientico y la otra el misal: un librito negro que ella abre y  lee las oraciones con humildad. Agacha la cabeza, no mira para ningún lado, el rebozo es negro, es una mantilla española. Los zapatos son negros con una hebilla negra y las medias  blancas. Cuando sale, los hombres entre los veinticinco  y los treinta y cinco años la miran con atención. Algunos la saludan con aprecio, otros la ven pasar y quisieran llevarle el baulito que ella siempre porta debajo del brazo. La vida es tranquila en este pueblo de Dios.
En los llanos se empieza a escuchar rumores de violencia; se están armando los hombres para iniciar una guerra contra el gobierno que detesta a los liberales; son liberales de nacimiento y dicen que tienen la culpa de las nuevas costumbres y de los cambios que están pidiendo en la forma de gobernar. Son campesinos sin tierra, sin casa, peones de fincas, colonos que han llegado a estas extensiones. El llano es inmenso, solo sirve para criar ganado que es traído a los mercados de Sogamoso y Bogotá. Son días y días de camino arriando el ganado. Cuando llegan a Sogamoso lo llevan a las haciendas que tienen pasto verde para que el ganado suba de peso y se recupere. Es toda una odisea arriar el ganado.  Después de haber pasado por las tierras del páramo, se ven por las calles a los jinetes con su barba de varios meses, llenos de polvo, que buscan en sus casas la tina de agua caliente con hierbas y en ellas se sumergen durante unas cuantas horas aliviando el cuerpo del viaje. Mandan un muchacho adelante para que avise que llegan y alisten el agua para el baño.
Margarita, que así se llama nuestra señorita, algunos le dicen “La reina” prepara viaje con un tío a los llanos a descansar en la finca “La Princesa” donde siempre a pasado momentos inolvidables. Ella recuerda que la hacienda está ubicada cerca de Orocue, un pueblo sobre el río Meta.
Son varios días de montar a caballo avanzando en caravana; van las dos muchachas que siempre la acompañan para todas partes, el tío y su señora, tres niños quienes son hijos del tío y un amigo de unos cuarenta años de edad. Cabalgan por el camino de Mongua a salir a Labranzagrande, una de las entradas a los llanos.
Las haciendas de Margarita en los llanos tienen cada una su mayordomo. Son tres grandes fincas en estas tierras planas. “La Princesa” es una de ellas. A medida que avanzan por la montaña charlan amenamente y se detienen en las posadas a descansar.  Viste pantalone de hombre, sombrero alón y el pelo recogido dentro del sombrero. Desde lejos parece un muchacho. En la alforja guarda el baulito, el misal y la mantilla por si tiene que asistir a misa en el pueblo de Orocue. Son cuatro días para llegar a los llanos. Cuando arriban  al alto, miran hacia lo profundo…el cielo está despejado, no se ve ni una nube, es de un color azul intenso, y sube una corriente de aire caliente que se siente cuando besa la cara.
-¡Mire los llanos!
-¡Tan bonito!
Mañana llegan al pie del monte llanero. Entran por “el Morro”, un  caserío muy conocido por los viajeros.

Empieza a hacer calor. Margarita se suelta el pelo. Ahora  parece una mujer aunque vista de hombre.  Jaime Arturo Chaparro, es hermano de la  mamá de Margarita, como dicen, tío por parte de la mamá, es un buen conversador con su amigo Ernesto Suesca quien es un  comerciante de Sogamoso. Es soltero pero es conocido por los amores que ha tenido hasta el momento.

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