LAS REINAS
DEL AMOR
Hace el calor de mediodía; un calor sofocante,
acompañado de una brisa caliente que quema la cara y el cuello; las gotas de
sudor ruedan por la frente como si fuera una llovizna. La gente camina
despacio, como queriendo desaparecer en
las sombras de los árboles y palmeras que bordean las aceras.
Sogamoso está ubicado en la cordillera oriental de
los Andes colombianos. Su clima es una eterna primavera, pero hoy se siente el
calor del verano seco, sin lluvia; es cambio de clima. Sus avenidas están
bordeadas de palmeras datileras. Por ser una ciudad que todos los días crece un
poquito, llega gente de todo el país y
de las provincias vecinas.
Por los años de 1950 todos se conocían y estaban
emparentados; “pariente” se decían y era común visitarse cuando se enfermaban,
cuando se casaban, cuando nacía un niño, cuando bautizaban un niño, cuando
cumplían años, cuando se morían. Ser
padrino de matrimonio o de bautizo de un niño era un honor, entonces se
llamaban compadres y comadres. Era un pueblo tranquilo, sin afanes; todos se
ayudaban, se prestaban desde un gajo de
cebolla hasta dinero que siempre
pagaban.
En las
noches organizaban reuniones familiares con una cena que parecía un banquete. Los sábados se reunían a
escuchar música de cuerda: bambucos, guabinas, torbellinos, y pasillos; las
coplas, adivinanzas y dichos campesinos estaban en la boca.
“Esto me
dijo una vez
El
compadre don Facundo
Los hombres y las mujeres
Son la
gente pior del mundo.”
Acompañaban estos encuentros con aguardiente o
coñac. Las señoritas escuchaban atentamente y las miradas furtivas se cruzaban
con la de los muchachos que vestían saco azul de paño, camisa blanca de seda y
brillante el calzado.
El domingo era el día alegre, nadie trabajaba, se
levantaban tarde, y organizaban paseos a diferentes lugares. Iban al río
Monquirá a baño, a Puente Reyes, a visitar los pueblos pintados de blanco de
alta montaña, a romerías a diferentes santuarios de vírgenes y santos. El
domingo también era día de asistir a
misa; las señoras iban acompañadas por la empleada que trabajaba en la casa en
oficios domésticos quien le llevaba el catrecito o asiento pequeño para
sentarse cuando el cura lo indicara. La iglesia se llena de gente, todos
elegantes, los hombres con el sombrero en la mano se ubicaban en la nave izquierda y las damas al lado derecho
con el rebozo en la cabeza. Se ven lindísimos rebozos; las señoras miran al de
la vecina cuando es mejor que el de ella, sienten envidia. Cuando termina
la misa, el atrio de la iglesia se colma de hombres que se paran a ver salir a
las mujeres. El saludo es efusivo, y a
veces una mirada dice más que mil palabras. Las señoritas caminan rápido para
la casa. Se forman grupos familiares que caminan despacio y se dirigen al hogar. Es la hora del
desayuno. Para comulgar deben asistir a la misa en ayunas y haberse confesado el día anterior.
Los hombres casados llevan de brazo a la señora.
Las viudas se visten de negro y las solteras lucen sus faldas plisadas de color
gris. Los niños usan pantalones cortos y los jóvenes pantalones largos de bota
ancha.
Las mujeres se casan a los quince años y algunas realizan
el matrimonio a escondidas. Los hombres deben ser solventes para mantener a la
mujer.
El caso que nos trae tuvo su origen en esta época,
cuando Sogamoso era ganadero y
comerciante. Los llanos eran el lugar preferido para el trabajo de la ganadería,
y para las vacaciones de todos; la sociedad se dividía entre ricos y pobres. La
herencia de la tierra era la ilusión de aquellos que quedaban vivos. Las fincas y casas se
dividían entre los herederos.
En el
matrimonio de la familia Barrera Chaparro solo había una hija quien al morir
los padres quedó dueña de diez casas,
tres fincas en el llano, dos inmensos lotes en el pueblo y unas cuantas miles
de reses. Era una mujer rica y ella no lo sabía. Tenía quince años, era bajita,
menuda decían, de pelo negro y largo hasta la cintura, ojos negros y unas manos
delicadas. Ahora es la única heredera de esa inmensa fortuna. La acompaña, vaya
para donde vaya, un baulito de madera forrado en lámina con estampados de flores
de colores y una llave que cuelga en la cadena de oro que luce en el cuello. Nadie sabe que en ese baúl están todas
las escrituras de los diferentes bienes raíces.
A misa la acompañan dos empleadas serias, la una
lleva el asientico y la otra el misal: un librito negro que ella abre y lee las oraciones con humildad. Agacha la
cabeza, no mira para ningún lado, el rebozo es negro, es una mantilla española.
Los zapatos son negros con una hebilla negra y las medias blancas. Cuando sale, los hombres entre los
veinticinco y los treinta y cinco años la
miran con atención. Algunos la saludan con aprecio, otros la ven pasar y
quisieran llevarle el baulito que ella siempre porta debajo del brazo. La vida
es tranquila en este pueblo de Dios.
En los llanos se empieza a escuchar rumores de
violencia; se están armando los hombres para iniciar una guerra contra el
gobierno que detesta a los liberales; son liberales de nacimiento y dicen que tienen
la culpa de las nuevas costumbres y de los cambios que están pidiendo en la
forma de gobernar. Son campesinos sin tierra, sin casa, peones de fincas,
colonos que han llegado a estas extensiones. El llano es inmenso, solo sirve
para criar ganado que es traído a los mercados de Sogamoso y Bogotá. Son días y
días de camino arriando el ganado. Cuando llegan a Sogamoso lo llevan a las
haciendas que tienen pasto verde para que el ganado suba de peso y se recupere.
Es toda una odisea arriar el ganado. Después
de haber pasado por las tierras del páramo, se ven por las calles a los jinetes
con su barba de varios meses, llenos de polvo, que buscan en sus casas la tina
de agua caliente con hierbas y en ellas se sumergen durante unas cuantas horas
aliviando el cuerpo del viaje. Mandan un muchacho adelante para que avise que
llegan y alisten el agua para el baño.
Margarita, que así se llama nuestra señorita,
algunos le dicen “La reina” prepara viaje con un tío a los llanos a descansar
en la finca “La Princesa ”
donde siempre a pasado momentos inolvidables. Ella recuerda que la hacienda
está ubicada cerca de Orocue, un pueblo sobre el río Meta.
Son varios días de montar a caballo avanzando en
caravana; van las dos muchachas que siempre la acompañan para todas partes, el
tío y su señora, tres niños quienes son hijos del tío y un amigo de unos
cuarenta años de edad. Cabalgan por el camino de Mongua a salir a
Labranzagrande, una de las entradas a los llanos.
Las haciendas de Margarita en los llanos tienen
cada una su mayordomo. Son tres grandes fincas en estas tierras planas. “La Princesa ” es una de
ellas. A medida que avanzan por la montaña charlan amenamente y se detienen en
las posadas a descansar. Viste pantalone
de hombre, sombrero alón y el pelo recogido dentro del sombrero. Desde lejos
parece un muchacho. En la alforja guarda el baulito, el misal y la mantilla por
si tiene que asistir a misa en el pueblo de Orocue. Son cuatro días para llegar
a los llanos. Cuando arriban al alto,
miran hacia lo profundo…el cielo está despejado, no se ve ni una nube, es de un
color azul intenso, y sube una corriente de aire caliente que se siente cuando besa
la cara.
-¡Mire los llanos!
-¡Tan bonito!
Mañana llegan al pie del monte llanero. Entran por
“el Morro”, un caserío muy conocido por
los viajeros.
Empieza a hacer calor. Margarita se suelta el
pelo. Ahora parece una mujer aunque
vista de hombre. Jaime Arturo Chaparro,
es hermano de la mamá de Margarita, como
dicen, tío por parte de la mamá, es un buen conversador con su amigo Ernesto Suesca
quien es un comerciante de Sogamoso. Es
soltero pero es conocido por los amores que ha tenido hasta el momento.
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