LEYENDA DE LAS HINOJOSA – EL PRIMER ESCANDALO DEL PASADO HISTORICO DE TUNJA
En las calles empinadas de Tunja, el gélido viento que se encañona entre las construcciones coloniales, lleva y trae los lamentos del fantasma de doña Inés de Hinojosa y los aullidos del perro negro que la acompañó hasta que los chulos acabaron con el cuerpo. Algunos de quienes se aventuran a caminar a altas horas de la noche por la ‘calle del árbol’, dicen haber visto el espectro, colgado de un arrayán, con el pelo negro al viento y advierten la presencia de fuegos fatuos en el lugar. Han pasado casi cinco siglos desde el día en que la más hermosa mestiza venida de tierras venezolanas, recibió todo el peso de la justicia al ser ahorcada por sus delitos. La dimensión del escándalo se puede medir por el hecho de que el presidente de la Real Audiencia de Santafé, don Andrés Díaz Venero de Leiva, la más alta autoridad del Virreinato, haya viajado a Tunja a encargarse personalmente del caso criminal.
Creada en 1550, la Real Audiencia de Santafé fue el instrumento establecido por la corona española para institucionalizar el régimen colonial en el Nuevo Reino. Como cuerpo colegiado, se encargó de funciones de justicia y gobierno.
Doña Inés no había sido propiamente una ‘pera en dulce’: una maga de la simulación y del engaño, que participó en la planeación del asesinato de sus dos esposos, ejecutados por sus dos amantes.Una vida salpicada de adulterios, gravísimo delito para entonces, más aún si era cometido por una mujer, y para colmo de males, mestiza.La sinopsis de la ‘película’ narrada por primera vez por Juan Rodríguez Freile, en El Carnero, la obra que pintó con colores brillantes la vida colonial, es como sigue:
Inés de Hinojosa, oriunda de Barquisimeto, Venezuela, se casó en Carora con el español Pedro de Ávila, borracho, parrandero y jugador. Vivían con Juanita, hermana media de doña Inés. Llegó a la ciudad un tal Jorge Voto, apuesto sevillano, seductor y vividor, profesor de música y danza que se vendía a sí mismo como maestro de las costumbres de la corte española. Francamente irresistible para doña Inés, que cayó en sus brazos. Entre ambos urdieron el asesinato del marido, a quien una noche Voto dejó “como un colador” a punta de estocadas.
La pareja, en compañía de Juanita, se radicó transitoriamente en Pamplona, donde contrajo matrimonio y vino a parar a la antigua capital de los Zaques, enclave colonial de primera línea que emulaba con Santafé en cuanto al número y nobleza de los españoles que allí habían echado raíces. El más importante es Pedro Bravo de Rivera, el encomendero de Chivatá, quien de inmediato reparó en Inés y ¡cómo no! comenzó un tormentoso romance, con pasadizo secreto incluido.
Jorge Voto montó su academia de danza y estableció sucursal –en principio, de la escuela– en la capital del Virreinato; se ausentaba de Tunja y ofrecía la oportunidad perfecta para los amoríos de Inés y el encomendero.
Una vez más es preciso derrumbar los obstáculos para el amor; entre ambos planearon la muerte del bailarín, quien apareció una mañana muerto, en el fondo de una quebrada. Esta vez, sin embargo, los asesinos fueron descubiertos y se impartió una justicia adecuada a la alcurnia de los inculpados: mientras que el encomendero, dueño de vidas y haciendas, fue condenado a ser degollado, Inés recibió el castigo de la horca, junto con Hernán Bravo de Rivera hermano mestizo de don Pedro y cómplice en el asesinato de Jorge Voto.
A partir de unas pocas páginas escritas por el cronista colonial, en las que se combinan aspectos de la vida pública y privada y donde el chisme, la conseja, la burla y la ironía tienen cabida, otras obras literarias, entre ellas Los tres Pedros en la red de Inés de Hinojosa escrita por Temístocles Avella, a mediados del siglo XIX, y Los pecados de doña Inés de Hinojosa, de Próspero Morales Pradilla, una novela de más de 500 páginas, publicada a finales del XX y convertida en exitosa serie de televisión, aderezan la historia con toda clase de hechos, circunstancias y enfoques.
La leyenda y la historia se confunden de manera inevitable, aunque algunos estudiosos hacen esfuerzos de precisión, como Ulises Rojas, quien con base en documentos del Archivo de Indias, indica que el verdadero nombre del personaje fue Inés Manrique y que no fue precisamente el encomendero de Chivatá el protagonista de los amoríos con la mestiza sino su hijo, Pedro Bravo de Guzmán.
Habían pasado sólo 25 años desde el día en que los indígenas vieron, incrédulos, la llegada del hombre blanco a este enclave importantísimo del imperio chibcha; las tejas españolas rojizas sobre las nuevas construcciones estaban desprovistas aún de los líquenes cuyo crecimiento favorecen la humedad y el tiempo, y hacían contraste con los techos de paja de las chozas de los indios; las torres de las iglesias, inconclusas, pronto acogieron a nuevos miembros de la iglesia; artesanos propios y foráneos habían tallado las piedras que se colocan en los portones de las casas para no dejar duda de la nobleza de sus habitantes. Los blancos con sus armaduras y cascos, barbas puntiagudas y lanzas; los nativos, descalzos, con sus cabelleras lacias y largas, se cubren con mantas.
Entre todos los relatos sobre doña Inés, la novela de Morales Pradilla es la que permite comprender con mayor claridad la violencia feroz que constituye el telón de fondo del momento histórico. Para comenzar, señala a la protagonista como el producto de la violación de don Fernando de Hinojosa a una india llamada Flor. El matrimonio de la mestiza con Pedro de Ávila sucedió como resultado de un juego de dados en el que Hinojosa perdió a su hija en favor del futuro marido. En la noche de bodas confluyeron la expectativa de la novia, apasionada y ávida, que se diluye ante el sadismo salvaje de él.
El erotismo es el otro aspecto de la historia: la liviandad y la sangre caliente de Inés, el deseo sexual intenso, chocaron en apariencia con el ambiente de la helada Tunja a su llegada; pero sólo en apariencia, porque lo que allí encuentran los recién llegados es una actividad intensa en una especie de juego de “todos con todos”, para que el que no eran problema ni el frío del altiplano, ni las estrictas leyes sobre el adulterio, ni los sermones de los curas sobre la fornicación. Ni siquiera una circunstancia tan grave como la falta de agua constituía obstáculo para el amor… Un amor muy a la tunjana, de puertas para adentro, siempre guardando las apariencias en un ambiente en el que mencionar la palabra fornicación se consideraba peor que el acto en sí.
Así lo ha señalado el historiador Pablo Rodríguez, en estudios como Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, en los que destacó la presencia permanente de la ilegitimidad en una sociedad de doble moral en la que no todos los adulterios eran iguales, pues si intervenían indias o prostitutas el hombre era disculpado.
Creada en 1550, la Real Audiencia de Santafé fue el instrumento establecido por la corona española para institucionalizar el régimen colonial en el Nuevo Reino. Como cuerpo colegiado, se encargó de funciones de justicia y gobierno.
Doña Inés no había sido propiamente una ‘pera en dulce’: una maga de la simulación y del engaño, que participó en la planeación del asesinato de sus dos esposos, ejecutados por sus dos amantes.Una vida salpicada de adulterios, gravísimo delito para entonces, más aún si era cometido por una mujer, y para colmo de males, mestiza.La sinopsis de la ‘película’ narrada por primera vez por Juan Rodríguez Freile, en El Carnero, la obra que pintó con colores brillantes la vida colonial, es como sigue:
Inés de Hinojosa, oriunda de Barquisimeto, Venezuela, se casó en Carora con el español Pedro de Ávila, borracho, parrandero y jugador. Vivían con Juanita, hermana media de doña Inés. Llegó a la ciudad un tal Jorge Voto, apuesto sevillano, seductor y vividor, profesor de música y danza que se vendía a sí mismo como maestro de las costumbres de la corte española. Francamente irresistible para doña Inés, que cayó en sus brazos. Entre ambos urdieron el asesinato del marido, a quien una noche Voto dejó “como un colador” a punta de estocadas.
La pareja, en compañía de Juanita, se radicó transitoriamente en Pamplona, donde contrajo matrimonio y vino a parar a la antigua capital de los Zaques, enclave colonial de primera línea que emulaba con Santafé en cuanto al número y nobleza de los españoles que allí habían echado raíces. El más importante es Pedro Bravo de Rivera, el encomendero de Chivatá, quien de inmediato reparó en Inés y ¡cómo no! comenzó un tormentoso romance, con pasadizo secreto incluido.
Jorge Voto montó su academia de danza y estableció sucursal –en principio, de la escuela– en la capital del Virreinato; se ausentaba de Tunja y ofrecía la oportunidad perfecta para los amoríos de Inés y el encomendero.
Una vez más es preciso derrumbar los obstáculos para el amor; entre ambos planearon la muerte del bailarín, quien apareció una mañana muerto, en el fondo de una quebrada. Esta vez, sin embargo, los asesinos fueron descubiertos y se impartió una justicia adecuada a la alcurnia de los inculpados: mientras que el encomendero, dueño de vidas y haciendas, fue condenado a ser degollado, Inés recibió el castigo de la horca, junto con Hernán Bravo de Rivera hermano mestizo de don Pedro y cómplice en el asesinato de Jorge Voto.
A partir de unas pocas páginas escritas por el cronista colonial, en las que se combinan aspectos de la vida pública y privada y donde el chisme, la conseja, la burla y la ironía tienen cabida, otras obras literarias, entre ellas Los tres Pedros en la red de Inés de Hinojosa escrita por Temístocles Avella, a mediados del siglo XIX, y Los pecados de doña Inés de Hinojosa, de Próspero Morales Pradilla, una novela de más de 500 páginas, publicada a finales del XX y convertida en exitosa serie de televisión, aderezan la historia con toda clase de hechos, circunstancias y enfoques.
La leyenda y la historia se confunden de manera inevitable, aunque algunos estudiosos hacen esfuerzos de precisión, como Ulises Rojas, quien con base en documentos del Archivo de Indias, indica que el verdadero nombre del personaje fue Inés Manrique y que no fue precisamente el encomendero de Chivatá el protagonista de los amoríos con la mestiza sino su hijo, Pedro Bravo de Guzmán.
Habían pasado sólo 25 años desde el día en que los indígenas vieron, incrédulos, la llegada del hombre blanco a este enclave importantísimo del imperio chibcha; las tejas españolas rojizas sobre las nuevas construcciones estaban desprovistas aún de los líquenes cuyo crecimiento favorecen la humedad y el tiempo, y hacían contraste con los techos de paja de las chozas de los indios; las torres de las iglesias, inconclusas, pronto acogieron a nuevos miembros de la iglesia; artesanos propios y foráneos habían tallado las piedras que se colocan en los portones de las casas para no dejar duda de la nobleza de sus habitantes. Los blancos con sus armaduras y cascos, barbas puntiagudas y lanzas; los nativos, descalzos, con sus cabelleras lacias y largas, se cubren con mantas.
Entre todos los relatos sobre doña Inés, la novela de Morales Pradilla es la que permite comprender con mayor claridad la violencia feroz que constituye el telón de fondo del momento histórico. Para comenzar, señala a la protagonista como el producto de la violación de don Fernando de Hinojosa a una india llamada Flor. El matrimonio de la mestiza con Pedro de Ávila sucedió como resultado de un juego de dados en el que Hinojosa perdió a su hija en favor del futuro marido. En la noche de bodas confluyeron la expectativa de la novia, apasionada y ávida, que se diluye ante el sadismo salvaje de él.
El erotismo es el otro aspecto de la historia: la liviandad y la sangre caliente de Inés, el deseo sexual intenso, chocaron en apariencia con el ambiente de la helada Tunja a su llegada; pero sólo en apariencia, porque lo que allí encuentran los recién llegados es una actividad intensa en una especie de juego de “todos con todos”, para que el que no eran problema ni el frío del altiplano, ni las estrictas leyes sobre el adulterio, ni los sermones de los curas sobre la fornicación. Ni siquiera una circunstancia tan grave como la falta de agua constituía obstáculo para el amor… Un amor muy a la tunjana, de puertas para adentro, siempre guardando las apariencias en un ambiente en el que mencionar la palabra fornicación se consideraba peor que el acto en sí.
Así lo ha señalado el historiador Pablo Rodríguez, en estudios como Seducción, amancebamiento y abandono en la Colonia, en los que destacó la presencia permanente de la ilegitimidad en una sociedad de doble moral en la que no todos los adulterios eran iguales, pues si intervenían indias o prostitutas el hombre era disculpado.
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